Publicado por la revista Tiempo 19/02/10Emotivo homenaje de los masones madrileños a Estanislao Figueras, Francisco Pi i Margall y Nicolás Salmerón, en el aniversario de la primera República.
El frío no es que sea intenso. Es que es desalmado, sin entrañas, sin compasión. Dan las once. Los masones van llegando poco a poco, de uno en uno o de dos en dos, ateridos, pateando el suelo para darse calor, buscando los resquicios de sol en medio de las penumbras heladas del cementerio. Unos treinta, entre hombres y mujeres. Se sonríen, se saludan como ellos hacen (no seré yo quien cometa indiscreciones sobre sus costumbres) y, para entibiar la espera, pasean un poco por el lugar, buscando las tumbas de sus hermanos muertos. El cementerio Civil es uno de los lugares menos conocidos pero más hermosos de Madrid. Es pequeño. Lo separa del otro cementerio, el gigantesco de la Almudena, una calle muy poco transitada: la avenida de Daroca. El Civil, inaugurado a finales del XIX para enterrar allí a los no católicos, de algún modo se ha quedado en ese siglo. Grandes cipreses, hiedras, senderos descuidados, tumbas casi todas viejas y muchas olvidadas. Pero la vegetación, o sea la vida, prolifera sobre las lápidas, aunque esté bajo la escarcha. No hay dolor en ese lugar.
Los masones, mientras esperan, van a ver a los suyos. Nada más entrar, a la izquierda, frente a la sencilla lápida de Pasionaria, está el enorme mausoleo de Antonio Rodríguez García-Vao, un vehemente muchacho que vivió muy deprisa (abogado, periodista, poeta, dramaturgo) y que, a los 24 años, fue apuñalado en la calle. Impresiona el enorme obelisco que se alza sobre su retrato.
También van los masones a ver al llorado Miguel Morayta, el ilustre catedrático que logró la hazaña de unificar las diversas masonerías españolas (casi tan diversas y rivales como las de hoy) a finales del XIX. Pero ante la tumba del sabio común no hay diferencias, no hay Obediencias ni rencillas. Sólo hay una sonrisa de respeto y de nostalgia.
Otras tumbas más o menos perdidas contienen símbolos que los masones identifican como propios. La columna truncada. Las manos entrelazadas. La escuadra y el compás superpuestos de diversas maneras que todos conocen bien y que significan cosas muy antiguas y, para ellos, muy hermosas.
Alguien avisa. Ya llegan. Por la vereda de la entrada caminan algunos hermanos que llevan unos bellos triángulos hechos de flores rojas (la libertad), blancas (la igualdad) y rosadas, símbolo de la fraternidad. También rosas rojas. Los masones se calzan sus guantes blancos y algunos se anudan a la cintura el tradicional mandil. Entre los de más responsabilidad se ve algún collar y alguna banda azul. Los presentes, masones y profanos (porque no todos son masones en esa mañana helada del cementerio: hay periodistas, amigos, gente diversa), se reúnen cerca de tres grandes mausoleos. Va a empezar la conmemoración.
De ayer y de hoy. Porque el pequeño grupo se ha reunido allí, en esa mañana glacial, para recordar que 127 años atrás, el 11 de febrero de 1873, se proclamó en España la primera República, que duró apenas once meses, que no cambió la bandera bicolor y que tuvo cuatro presidentes. Los cuatro masones, dicen algunos hermanos (otros aseguran que sólo dos, pero a quién le importa eso ahora). Tres están enterrados allí. Y la Agrupación Ágora del Ateneo de Madrid, de la cual ya hemos hablado en esta página alguna vez, la Gran Logia Simbólica Española (GLSE) y la Federación Española del Derecho Humano se han reunido en el cementerio para honrar su memoria y dejar sobre sus tumbas las rosas rojas y los triángulos de flores.
¿Son todos los masones republicanos? No, claro que no. Ni son todos viejos, ni jóvenes, ni creyentes, ni ateos, ni de derechas, ni de izquierdas, ni del Madrí ni del Barsa. Entre los masones hay de todo. Les unen muchas cosas, pero sobre todo el afán de hacerse mejores personas y la determinación de que la sociedad vaya hacia delante y no hacia atrás. Así los masones del cementerio, medio congelados como están, guardan un cálido silencio cuando dos de ellos depositan un triángulo de flores en la tumba de Estanislao Figueras, el primer presidente de aquella república: el hombre que abolió el servicio militar obligatorio y que tuvo que resistir, semana y media después de su investidura, un golpe de Estado que dio el radical Cristino Martos, al frente de la Guardia Civil... y un 23 de febrero, que se dice pronto.
Otro triángulo, y otras pocas rosas, quedan sobre el maravilloso mausoleo modernista del segundo presidente, Francisco Pi i Margall: el hombre que decidió el reparto de las tierras desamortizadas entre los colonos y arrendatarios, que abolió la esclavitud, que separó la Iglesia del Estado, que estableció la enseñanza obligatoria y gratuita y la jornada de ocho horas de trabajo.
Ser consecuente. El tercero queda ante la airosa lápida del tercer presidente, Nicolás Salmerón Alonso: el hombre que luchó por la independencia del poder judicial respecto del político y que, en medio del caos cantonalista que vivía España (la nación de Jumilla amenazaba a la nación de Murcia con no dejar en ella piedra sobre piedra), no dudó en dimitir antes que firmar una sentencia de muerte. Era un masón consecuente. No se pueden defender la libertad, la igualdad, la fraternidad y el progreso de la humanidad y, a la vez, mandar matar a alguien. Eso es lo que piensan todos los masones que han acudido al cementerio. Tengan las ideas políticas o religiosas que tengan.
Las tumbas de aquellos tres grandes españoles están casi juntas en el cementerio Civil. Sólo falta el cuarto presidente, Emilio Castelar, que descansa en la Sacramental de San Isidro.
El escritor y colaborador de Tiempo Ignacio Merino, presidente de la agrupación ateneísta Ágora, dice, ante las tumbas de los tres, que aquella primera República no fue ni una locura ni una utopía: fue el primer intento serio de hacer una España moderna y libre. Carmen Serrano, gran consejera de la GLSE, recuerda que los tres jefes de Estado que allí descansan procuraron aplicar a la nación lo mismo que se enseña en las logias: alcanzar la libertad con fuerza, belleza y sabiduría. Y la representante del Derecho Humano, la hermana Mararía, dice, emocionada: “Como eternos aprendices que somos, sepamos seguir el ejemplo de estas personas que hoy nos unen. Al igual que nosotros, tuvieron como enseña la lucha por la libertad, la igualdad y la solidaridad”.
El momento final es muy hermoso. Todos los presentes, incluidos los periodistas, forman un círculo y unen sus manos en lo que los masones llaman cadena de unión. Luego se van a buscar un café caliente que les devuelva la sangre a las venas. Y a seguir trabajando en silencio por que el mundo sea mejor para todos, incluidos los fanáticos que dirán que el acto de esta mañana ha sido satánico, perverso y... antiespañol. En fin.